El conflicto enaltece a la especie, la hace plural, la enriquece. La violencia la envilece.
Desde la llegada misma de los españoles, somos tierra abonada para la violencia. Hemos confundido conflicto con violencia. Nos hemos ahogado en la sencilla semántica de una y otra palabra: No hemos sido capaces de entender el conflicto como simple discrepancia o contradicción.
Nunca hemos querido comprender que el conflicto es un proceso connatural a los seres humanos y sencillamente se presenta cuando tenemos formas divergentes de ver, sentir, pensar y entender la vida, sus situaciones y sus cosas (para otras sociedades, tal vez más cultas, no es más que oportunidades de crecimiento).
No hemos podido comprender, o no hemos querido entender, que la violencia es la máxima degradación del conflicto. Estos conceptos, extrañamente ajenos a un país que se precia de culto,-lleno de intelectuales y de toda suerte de ilustrados, que goza de una capital que bautizaron «la Atenas Suramericana» y de una ciudad como Medellín, ahora llamada «la más innovadora del mundo»- deberían ser materia de estudio en aulas escolares, en foros educativos, en concejos, en el Congreso y hasta en las iglesias.
Es necesario que nos adentremos en la semántica de estas palabras, en la diferencia radical y opuesta de ellas, pues vivimos una realidad miserable, oscura y criminal, alejada del tratamiento esperado y deseable de las contradicciones o discrepancias.
El conflicto enaltece a la especie, la hace plural, la enriquece.
La violencia la envilece, es la salida irracional a los problemas, sean ellos sencillos o acuciantes. No a los mercaderes de la violencia. Medellín, y en general Colombia, necesitan la paz: una paz duradera, constructo racional e inteligente de la palabra conflicto.
Ahora, como nunca, debemos buscarla en el corazón, en la mente, en las ideas y en la diferencia.