Junio 5: Día Mundial del Medio Ambiente

Por motivo del Día Mundial del Medio Ambiente, reproducimos el artículo “Yo, el Sinú: humillado y ofendido” publicado en Tierra Caliente, el cual obtuvo el primer puesto en el Biodiversity Reporting Award organizado por la ICFJ y la IFEJ.

Yo, el Sinú: humillado y ofendido

Por Rafael Cervantes Bossio

No soy el de mayor edad ni el más grande ni el más importante de mi país. Pero los expertos dicen que mi existencia es de suma relevancia y no han escatimado elogios.

¿Por qué? Porque soy limpio, porque albergo innumerables especies ícticas, porque soy una gran despensa alimentaria, porque tengo bosques con especies que ya se extinguieron en otros puntos de Colombia, porque en las cabeceras tengo a mis grandes amigos los indígenas que saben tratarme y cuidarme, porque bordeo y respiro un ambiente de mucha biodiversidad que se la quisieran otros ríos encopetados de mi patria y del planeta.

Todo ello es un privilegio que ya no disfrutan a plenitud hermanos como el Magdalena, el Cauca, el San Jorge, el Atrato o el Ranchería; ni siquiera parientes más distantes como el Meta, el Vichada, el Guaviare, el Inírida, el Yarí, el Vaupés o el Caguán.

Sin embargo, creo sinceramente que esos elogios no me los merezco porque a lo largo de mis cerca de 380 kilómetros de longitud -nazco en el Nudo Paramillo, en un pequeño páramo del extremo norte de Antioquia en medio de escasos frailejones y desemboco en las ampulosas aguas del Mar Caribe en jurisdicción de Córdoba- el hombre de hoy me ha tratado infamemente y a las patadas.

Hoy por hoy deambulo sin norte, estoy trastornado, ando en muletas y en peor estado que aquel famoso personaje del poema de los Claveles Rojos, «malherido y cojo», después de intentar fallidamente llevarle flores purpúreas a su Matilde.

Reconozco que en toda zona de bosques, aparece como por arte de magia el colono. Es el primer huésped no invitado que se abre paso cautelosa y sutilmente porque, si no lo controlan, comete abusos.

Recuerdo que a principios del siglo XX se estableció la colonia penal de Antadó, dentro del área del parque nacional natural Paramillo, en la parte alta del San Jorge. A causa de esta colonia aumentó el ingreso de nuevos colonos muchos de los cuales provenían de Peque, Ituango y Juan José.

El Parque fue creado en 1977 y su extensión es de 460.000 hectáreas. Es mi gran fortaleza natural donde la palabra vida se manifiesta en todo su esplendor porque tiene pisos térmicos que van desde los 125 hasta los 3.960 metros sobre el nivel del mar, lo cual permite ecosistemas boscosos diferentes y diversos. Con razón siguen pensando, a pesar de mi tragedia, que sigo siendo importante en el mundo.

El colono se dedica a tumbar bosques. Y en esta tarea prácticamente acabó con valiosas especies como el comino, el cedro y el abarco. También especies animales que pululaban en mi seno como el oso de anteojos, la guartinaja, el tigre, el tigrillo, la danta, el águila harpía, el caimán y el ñeque.

Su presencia riñe con el indígena que tiene un concepto muy diferente de la naturaleza porque es más cuidadoso y más conservacionista.

El indio no tumba para destruir sino para sobrevivir y por eso siempre deja en pie a una gran porción de a la Madre Natura pensando en el mañana y en sus hijos y nietos. El choque entre indios y colonos sobreviene y a mí me ha tocado presenciar con dolor cómo se disputan un pedazo de tierra y hasta llegan a las vías de hecho. Una pelea que usualmente termina ganando el invasor, lo cual obliga al indio a internarse cada vez más adentro de la selva mientras yo asisto impertérrito a un doloroso proceso de extinción de especies vegetales y animales, de una deforestación que estimulará el desecamiento de mis quebradas y afluentes, la erosión de mis riberas e incrementará la sedimentación de mi cuenca.

Todo esto ocurre con la mirada cómplice del Estado y en medio de disposiciones que son pura letra muerta porque nadie las practica y todos las violan a diario. Yo ya no creo en las normas. Ni mucho menos en los anuncios ni en los buenos deseos. Estoy cansado de ver desfilar tanta gente mentirosa, indolente e irresponsable. Tanto funcionario de pacotilla.

El lenguaje que siempre manejan es el de «vamos a tomar medidas», «se está estudiando una solución», «necesitamos primero un diagnóstico», «se están gestionando los recursos necesarios», «Colombia no puede permitir que mueran sus ríos». Puro cuento, puro bla bla. Y mientras tanto yo sigo con mi agonía y con mis múltiples problemas.

Una cosa sí puedo decir: Colombia podría ganar un campeonato mundial de leyes. Las tiene para todos los gustos.

Si el Estado tan sólo hubiera puesto en cintura a los colonos y a los que sobrevienen después; si el Ministerio del Medio Ambiente cumpliera los elevados propósitos para los cuales fue creado; si la Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y del San Jorge no dejara pasar por alto tanta violación haciéndose la de la «oreja mocha» y de los oídos sordos…, o si la Gobernación de Córdoba y los alcaldes de sus 28 municipios fueran más consecuentes y echaran mano de las herramientas para controlar, investigar y sancionar, yo no estaría en estos momentos contando mis cuitas llenas de tristezas y de amarguras.

Por lo demás, mi decepción es mucho mayor cuando me doy cuenta que más allá de las fronteras patrias, también se dictan leyes que me favorecen a mí y a mis congéneres. Pero igual que aquí, las violan y las desatienden. Una de las instancias globales fue la famosa Convención de Ramsar en donde se planteó que «la perturbación de los humedales debe cesar, que la diversidad de los que permanecen debe conservarse y, cuando sea posible, se debe procurar rehabilitar o restaurar aquellos que presentan condiciones aptas para este tipo de acciones» (1).

Sobra decir que en tiempos inmemoriales fui el más consentido de todos y le proporcioné mucha felicidad a los aborígenes que ocuparon estas tierras. En esa época mis aguas eran cristalinas, y siempre estaba preñado de peces de todos los colores y tamaños. Era el gran medio de transporte. Había comida para todos, aire puro y un verdadero vínculo entre el indio y yo. Mis bosques exhibían tupidos follajes, variadas especies y árboles gigantescos y centenarios. Hasta que llegó la horda ibérica que causó asesinatos, muertes y desplazamientos. Igual que ayer con la violencia política, igual que hoy con la trilogía de la muerte: narcotráfico, guerrilla y paramilitares.

En medio de tanta desazón he llegado vapuleado a este advenir del Siglo XXI.

Mientras el indio era arrinconado cada vez más y el colono se hacía fuerte, aparecen en el escenario otros personajes como el ganadero o el agricultor. Estos compran la tierra «domada» por el colono, quien a su vez reinicia el ciclo adentrándose nuevamente en la selva y empujando al indígena.

Y aparecen la ganadería extensiva y las grandes siembras agrícolas. No digo que lo uno o lo otro sea malo, sino que el criterio conque se adelanta el proceso es similar a aquello que denominan «tierra arrasada».

«Donde los colonos rompían la montaña y capacitaban nuevas tierras, se levantaba una nueva hacienda que, por supuesto, no era de ellos. En el Alto Sinú aparecieron y se consolidaron, por ejemplo, las haciendas Juanillo, La Zorra, Barro Blanco, Higuerón, Angostura, Quimarí, Boca de Juí, Tuminá, El Pirú, Buenavista y Barú. La manera de apoderarse de las tierras de los colonos era variada: desde la violencia y el robo descarado hasta el engaño más sutil» (2)

En medio de estas calamidades que ocurren aguas arriba, encuentro durante mi discurrir aguas abajo, descargas de basura y aguas negras -ahora llamadas «desechos sólidos» y «aguas servidas»-. Para mi caso, son la misma vaina.

Las veredas, corregimientos y municipios que están cerca de mis riberas me arrojan inclementes todo lo que no les sirve. Desde una bolsa plástica hasta un pedazo de vidrio; desde desechos hospitalarios hasta excrementos humanos; desde sustancias aceitosas hasta productos químicos que incluyen compuestos letales como clorados, fosforados y hasta mercuriales. La FAO dice que «el crecimiento de las explotaciones ganaderas es uno de los principales responsables de la destrucción de los bosques tropicales en Latinoamérica, con un daño irreversible para los ecosistemas en la región» (3)

Poco a poco me están convirtiendo en cloaca, como lo hicieron con mi hermano capitalino el río Bogotá, o el antioqueño río Medellín; o el alegre río Cali. Y todo porque pasan por las entrañas mismas de cada una de esas ciudades. Como yo, que atravieso Montería y por añadidura bordeo Tierralta, Cereté, San Pelayo, Lorica y San Bernardo del Viento.

Pensar en que más temprano que tarde correré la misma suerte, produce un fuerte dolor en mi vientre.

A esta grave situación debo agregar otra peor: la violencia. Durante los últimos 30 años se ha enseñoreado tiñendo con sangre mis aguas otrora límpidas. Me arrojan los cuerpos de familias enteras, de jóvenes indígenas desalojados a la fuerza y despojados de sus más elementales derechos; de colonos, de guerrilleros, de paramilitares envueltos todos en una guerra fratricida que algunos gobernantes quieren desconocer poniéndole eufemísticos rótulos.

Pero mucho antes, y en parte por mi gran ubicación estratégica, la situación fue peor.

La violencia en el Alto Sinú comenzó en 1949, un año después del asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán. «Se centró en alrededores de Tierralta y de Callejas, Tucurá, Las Pailas y Pie de la Angostura. Las tropas oficiales las dirigieron los militares Clodomiro Castilla, Adán Romero y un bogotano de apellido García. Ante el despojo de que eran víctimas y las persecuciones a que fueron sometidos muchos campesinos liberales e independientes se vieron precisados a organizar guerrillas para defenderse. Se conformaron bajo la orientación de Mariano Sandón, Julio Guerra, Bernabé Carvajal y Nicolás Ortiz, entre otros. En Callejas muchos combates se dieron en las calles y el Ejército masacraba en el cementerio. La violencia en el Sinú arrojó un saldo superior a mil muertos. Habitantes de Tierralta aseguraban que el agua del río Sinú se echó a perder por la gran cantidad de cadáveres que arrojaban a su cauce, a tal punto que hostigaron a los propios chulos o gallinazos». (4)

También en Montería y municipios restantes las autoridades se rasgan las vestiduras. En celebraciones como el día de la Tierra, del Agua, del Medio Ambiente, de los Ríos y de un montón de fechas insulsas que de nada me han servido, posan de conservacionistas, ecologistas y en una palabra, de ambientalistas. Pero es pura pose. Pura sonrisa de dientes para afuera. Sólo buenas intenciones. No tienen idea de lo que me está pasando. No tienen idea de mi drama. No ahondan en mis angustias.

En días como esos, siembran un arbolito que una semana después languidece porque nadie lo siguió regando. En días como esos, invitan a los niños de escuelas y colegios a escuchar aburridores discursos, sobre protección del planeta tierra.

En días como esos se exhiben militares con sus mejores galas, prelados impartiendo bendiciones y funcionarios públicos haciendo promesas o anunciando proyectos ambientales que se quedan al final en un empolvado anaquel.

Es la comedia anual que en nuestro nombre se escenifica en pueblos y ciudades. Una gran ofensa y una gran humillación.

En el fondo, es probable que haya buenas intenciones. Pero asi como el hombre no solo vive de pan, yo tampoco sobrevivo con sólo buenos deseos.

Al agobiante incremento de desechos y basuras se agrega la sobrepesca, la cual ha contribuido a reducir mis recursos pesqueros donde su majestad el bocachico siempre ocupó lugar de preponderancia. La sobrepesca quiere decir que me están sacando cantidades mayores de pescado de las que se deben, sin reponerme nada a cambio, como el repoblamiento intensivo, por ejemplo. Y a pesar de existir prohibiciones y supuestos controles, mi situación va de mal en peor hasta el punto que no he vuelto a exteriorizar las grandes épocas de subienda cuando campeaban no solo el bocachico sino otras especies que siempre albergué en mis entrañas.

Pero eso no es todo.

Faltaba otra estocada. Con el fin de paliar los problemas energéticos del país, se revivió un viejo proyecto que siempre encontró rechazo entre los ambientalistas sinceros del mundo: la represa de Urrá.

Me pusieron un gigantesco muro de cemento que atajó el libre flujo de mis aguas y me obligaron desde entonces a almacenar grandes cantidades de miles de metros cúbicos, formando un embalse de 7.400 hectáreas lo que significó inundar un amplio espacio que era ocupado por el ya maltratado bosque de mis contornos. Mientras en Antioquia, obras de la misma o de mayor envergadura, no causaron impactos ambientales en el Nare, en el Porce, en Guatapé, en San Carlos, en Guadalupe, en Ituango, en el Peñol, entre otros, en mi caso sí fue la debacle. Y contra viento y marea se llevó a cabo la obra.

Al problema de la sobrepesca que ya venía padeciendo, se sumó la interrupción del proceso de desove y el remonte natural río arriba, de los llamados peces reofílicos. Ya no pueden bajar de las cabeceras a cumplir su ciclo de vida y alimentario en favor de los seres humanos.

La barrera de concreto se los impide. Y los que están abajo, no pueden remontar mi caudal porque encuentran el mismo obstáculo.

Como si fuera poco, mis espejos de agua que están constituidos por ciénagas, charcos, caños y zonas de amortiguación, están patas arriba. La intervención del hombre ha sido de tal grado que un preocupante proceso de desecación impera sin reversa alguna. Los finqueros y hacendados siguen recortando el espacio de los espejos de agua.

«La apertura de la carretera Montería-Medellín en 1952 hizo posible el abandono de las trochas y el transporte de bovinos en camiones; el inicio de la construcción de la vía Montería-Arboletes en 1953 determinó el levantamiento de un terraplén sobre la llanura que dividió la ciénaga La Trampa y cortó el flujo normal de los caños Viejo y El Vidrial»(5). Lo anterior es sólo una muestra porque el Centro de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Sinú entregó un documento el año pasado sobre la suerte que han corrido numerosas ciénagas. Los datos son parciales y sin embargo son muy dicientes e impresionantes: en Montería, de 9.601 hectáreas conformadas por diversas ciénagas y humedales, sólo quedan ahora 1.253 hectáreas. Es decir, han desaparecido 8.348 hectáreas. Y menciona nombres de los afectados como Carrizal, Atachicá, El Vidrial, La Caimanera, Majagua, Pino, Berlín, Betancí, El Cerrito, Martinica, Monomacho y La Pozona. En estas cifras no se incluyen 60 kilómetros desaparecidos de quebradas y caños y 3.500 de los llamados «bajos» y pozos. En jurisdicción de Cereté, según el mismo documento han desaparecido 9.525 hectáreas y en San Pelayo, otras 306 hectáreas.Y el daño producido es por causas similares: canalizaciones, terraplenes, sedimentación y ganadería extensiva.(6) Cada vez me estoy quedando con menos espejos de agua. Por eso en tiempos de fuertes lluvias, incluso con aguaceros normales, mis aguas no tienen donde llegar ni lugar que las reciba porque todo está segado y entonces mis inundaciones son violentas e inesperadas.

El panorama es desolador. Córdoba era un departamento cuyo territorio hace menos de 100 años era ocupado en más del 70 por ciento por agua y bosques. Hoy, es un lánguido lugar que a mediano plazo podría estrenar el triste honor de contar con su primera zona desértica.

Por eso en tiempos de fuertes inviernos me he vuelto muy peligroso, como le ocurre al Cauca, al San Jorge o al Magdalena. Aunque debo reconocer que el muro de Urrá y su sistema de generar energía, controla y retiene mis crecientes las cuales suelta gradualmente a través del gran embalse. Pero río abajo, desde la mitad de mi recorrido, potencialmente soy desmedido y nadie puede evitar mis desafueros.

Mi paso por Montería y Lorica es el más doloroso porque allí es donde mayores descargas de contaminantes recibo, aparte de las escorrentías cargadas con residuos de agroquímicos a lo largo de mi recorrido.

Muy cerca de Tierralta sus habitantes no han podido con mi fuerza erosiva que desbarranca todos los días. Con mucha más razón, ahora que en verano puedo estar colmado en mis máximos niveles y en invierno bajar a mis cantidades mínimas de agua, dependiendo si en el embalse de Urrá abren o cierran llaves para generar energía.

En Cereté uno de mis más consentidos caños, el Bugre, está en peores condiciones que las mías porque su caudal se ha reducido, su lecho se ha sedimentado y muchas veces huele a mortecina. Ese es otro espejo en el que no quiero mirarme.

Los pescadores del Bajo Sinú se observan entre sí después de comprobar que sus redes otra vez están vacías y huérfanas de bocachico.

Y más abajo, cuando me dispongo a tributar mis aguas al Mar Caribe, los arroceros de San Bernardo del Viento, los cultivadores de patilla y los pescadores sin suerte, me levantan su mano en señal de despedida triste, bajo la congoja de su mayor pobreza.

Me puedo quedar aquí, con usted, contando más y más historias e inquietudes. Como aquella tristeza inmensa que me dio cuando los emberas hicieron un gran ceremonial fúnebre por lo que calificaron mi muerte anticipada, al iniciarse los trabajos de construcción de la hidroeléctrica de Urrá.

Fue algo muy triste y conmovedor. Mis grandes amigos los indios lloraron en el largo silencio del Paramillo, susurraron quedamente sobre el Manso y el Verde y buscaron en vano, en las estribaciones del Murrucucú, el perfil de una luna llena escondida detrás de una gigantesca nube. «Consumatum est», como en la historia de la muerte del Hijo del Hombre.

Ahora, abandonado e incomprendido, humillado y ofendido, me dispongo a enfrentar mi destino incierto, dependiendo de lo que se haga y se diga en esa próxima reunión de octubre cuando se fijarán ciertas responsabilidades…

(1) Convención de Ramsar, 2000.
(2) Origen de las luchas Agrarias en Córdoba, pág. 52.
(3) Revista Ganacor, Edición No. 24.
(4)Origen de las Luchas Agrarias en Córdoba, pág. 70.
(5) Víctor Negrete, Fundación del Sinú.
(6) Desaparición y Reducción de Humedales, Universidad del Sinú, 2005.

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