Medellín.- A diferencia del poeta cartagenero Luis Carlos López, que escribió una sentida e inmortal comparación entre el amor que uno le tiene a la ciudad donde nació y los zapatos viejos que ya no maltratan, no hacen ampollas, se adaptan a los piés, no resbalan, no producen chirridos vergonzantes ni atrevidos, el periodista barranquillero, ganador cinco veces del Premio Simón Bolívar, Alberto Salcedo Ramos, no tiene la misma percepción de los suyos.
Los compró recientemente en un cachezudo almacén de una gran ciudad, adonde llegó de paso, como todo buen viajero del mundo. Miró la estantería, con la rapidez de un gamo, pidió que le bajaran los de color marrón o terracota que estaban en un rinconcito. Se los midió a las carreras, caminó tres pasos y otros tres hacia atrás a la manera de un tímido modelo principiante, y le dijo a la vendedora:
-Empáquemelos.
Por culpa de esa misma premura en escogerlos sin verificar el grado de apretujamiento a que iban a ser sometidos sus 10 humildes dedos inferiores, su empeine y hasta su talón, los zapatos nuevos de Alberto empezaron a torturarlo pocos minutos después de calzarse y salir con ellos a un compromiso social o a dictar una conferencia, como en esta oportunidad. ¿Qué clase de zapatos compraría Alberto? ¿Los de Aubercy París, que cuestan más de un millón de pesos? ¿los italianos Scarpe di Bianco, que también están cerca del millón? ¿O acaso son ingleses de Barker Black, a medio millón? Porque de que eran finos, eran finos. Nos quedamos sin saberlo. Y eso que pudieron ser unos Stefano Bemer o un par de los Manhattan Richelieus, de precios más elevados.
Llegó a la capital de la Montaña presuroso, saludó a mucha gente y minutos después, con su maletín grande que semejaba a un vendedor llevando muestras de juguetes de plástico, se encerró con más de medio centenar de periodistas de provincia a hablar del tema que más le place: la crónica, el periodismo narrativo, en uno de los auditorios del maravilloso parque Explora.
Pero los puñeteros zapatos nuevos ya le tenían organizada una sesión de sufrimiento porque no cesaban de molestar.
Llegó cumplidor y puntual y empezó su charla convertida en una enriquecida gama de enseñanzas, citas de escritores, anécdotas y de acontecimientos conocidos y vividos. Periodistas «anónimos» que cumplen con las uñas una encomiable labor en Rionegro, Andes, Turbo, Envigado, Caucasia, Yarumal, Marinilla, San Rafael, Santa Fe de Antioquia, Apartadó, Alejandría y muchos más, escuchaban embelesados al maestro. Éste permanecía impertérrito ante la molestadera de los benditos zapatos, a la manera de un soldado de disciplinada hueste napoleónica.
Luego, mientras se realizaba un ejercicio, decidió mandar al carajo el protocolo y dijo entre apenado, dolido y gruñón:
«Estos vergajos me los voy a quitar con la venia de ustedes, porque a mí no me van a joder más».
Y ni corto ni perezoso, se los quitó, los puso delante suyo, miró al fondo, vio que su auditorio asentía y siguió la clase como si nada. Algunos, que ya se habían pillado el trance que vivía el colega, supusieron que las medias también iban a llevar del bulto. Alberto sabía que no estaba en su amada Curramba donde los 28 grados centígrados se mitigan con brisa; ni mucho menos en la calenturienta Montería donde la temperatura sube como palma y no hay coco que la baje. Mejor dejaba las medias quietas.Si no, la charla hubiera sido a «pie pelao» o «a pata pelá». Otro dijo tajante: «Esos pirrieles están perdiendo el año con el maestro, seguramente con el tiempo se ablandará el cuero de unos y el cariño del otro». Sólo así Alberto podría evocar, a la manera del «Tuerto López», que el cariño a sus zapatos comprados alguna vez en un cachezudo almacén del mundo, y que fueron su sirirí, es todo amor como el entrañable que se guarda a un pueblo llamado patria chica.