Vivo a orillas del Sinú

Montería. Años atrás me preocupaba la suerte que pudiera correr mi modesta humanidad por atreverme a vivir a orillas de un río.
Siempre sentí pánico ante esta posibilidad.
No me cabía en la cabeza imaginar cómo enfrentaría un sorpresivo desbordamiento de sus aguas ni mucho menos la dolorosa inundación del último rincón de mi casa o las angustias de mis vecinos. O la suerte que pudieran correr mis gallinas o los cuatro cerdos que estoy engordando para venderlos en diciembre en los mercados de Tierralta o de Montería.
En la radio escuché hace pocos años sobre el demoledor tsunami ocurrido en tierras lejanas del Asia, por allá por el Japón. O en muchos lugares de ese otro continente tan desconocido que en la escuela me dijeron que se llamaba Oceanía. Imaginar que el río irrumpa violento como un tsunami, es algo que no deja de estremecerme y de preocuparme.
Efrén, mi vecino, dice que no piense tanto en estas vainas. Esas tragedias tan grandes no ocurren por acá y su violencia es exclusividad del mar, no del río.
Sinembargo, tengo buena memoria; hace cuatro o cinco años, el Sinú se desbordó irreverente y rabioso y provocó inundaciones en sus partes media y baja, como quien dice, de Montería pa’ bajo, pasando por Cereté, San Pelayo, Lorica y San Bernardo y causando una gran tragedia que incluyó muertos y daños millonarios en la agricultura y la ganadería, principalmente. El Ideam dijo que fue un «año atípico», que llovió tanto como nunca antes había llovido en los últimos 50 años.


Eso puede ser verdad. Pero no me trago ese cuento por completo. Históricamente este mal es recurrente. El río tiene muchas debilidades frente a eventuales desbordamientos y nunca se toman las medidas necesarias para evitar que se repitan estos hechos lamentables. En otras palabras, no emprenden obras de defensa significativas sino paliativos que en nada solucionan el problema de fondo.
La Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y San Jorge, CVS, ha «descubierto» más de 60 sitios sensibles pero no pasa de hacer estudios y enunciar problemas. Cuando sobrevenga otro invierno intenso, las débiles defensas colocadas cederán como cáscaras de huevo ante el impetuoso caudal y se repetirá la trágica historia.
La historia de los pueblos ribereños está cargada de episodios épicos salpicados de angustia y dolor. Siempre me preguntaba sobre la razón que tuvieron para ubicarse peligrosamente en la orilla de un caudal. La respuesta más obvia es el agua. Agua para bañarse, para lavar la ropa, para cocinar, para animales domésticos, para limpiar la casa, para regar un arbolito o una mata y hasta para beber. Siempre tras el bendito líquido vital, que según los entendidos, será el florero de Llorente en este explosivo siglo XXI para justificar la siguiente gran guerra. Con razón el ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Gabriel Vallejo, hizo un llamado recientemente a los colombianos, para que tomen conciencia sobre el uso del agua, ya que cualquier ahorro que se haga representaría un gran cambio.
En mi país colombiano los heliotropos del Congreso no han querido que sea el Estado el que ejerza el control y regulación del agua. En tales condiciones, el tira y afloja será más agudo y tenaz.
Acabo de enterarme que en el Ecuador, sí lograron el propósito. Es decir, aprobaron una ley que impide la privatización del agua. Nada de pensar en el interés comercial, sino en los seres humanos. Aún recuerdo los tiempos cuando mis padres y mis abuelos vivían. El agua abundaba y a nadie se le negaba un vaso para calmar la sed. Ahora el agua la venden en vasos, en botellas, en garrafones y cuesta más que un litro de leche. ¡Dios mío, cómo han cambiado las cosas!
Por lo demás, la diferencia entre uno y otro siglo es que cuando llegaron los ibéricos primero nos convencieron con una cruz, después nos sometieron con una espada y más tarde llegó una montonera con fusiles y arcabuces. Al cambio de amo del mundo le siguió una bomba ejemplarizante que acalló gargantas y mató seres humanos como hormigas para que el planeta entendiera quién es el que manda.
Hoy por hoy, la implacable motosierra fue la causante de que yo terminara refugiado en algún punto de Córdoba a orillas del río Sinú, después que grupos armados usando pasamon tañas y vestimenta militar, me sacaron a patadas de mi casa, insultaron a mi mujer y a mis hijos, incendiaron el rancho y se apoderaron de la tierrita. Y yo que creía que nunca me iba a suceder esto. Ahora comprendo muchas cosas y me siento más solidario con los vecinos, compartiendo la desgracia y mirando gris el futuro.
Me llamo Pedro. Pero igual podría llamarme Carlos, Juan, Diego o Alfredo, como cualquier ribereño anónimo, lleno de pesares, de abandono y de preguntas sin respuestas que uno encuentra a lo largo de los 385 kilómetros que tiene el Sinú, el río emblemático de Córdoba. 385 kilómetros casi todos en territorio cordobés y el otro poquito en tierra antioqueña, cerca a las altas cumbres de Ituango, donde se produce el parto. Dicen que entre las moles de la cordillera Occidental que empiezan a inclinarse para dar la bienvenida a sus serranías de Abibe, San Jerónimo y Ayapel, irrumpe sutil e inocente la primera gota de agua que, junto con otras, se desliza hasta formar el primer charquito, el primer hilo acuoso que poco a poco va agrandándose serpenteante entre repentinos accidentes geográficos y recibiendo tributos hasta volverse torrentoso en medio de la feracidad del Parque Nacional Natural Paramillo y la presencia de los embera-katíos, sus guardianes naturales en tiempos de paz.
Mi ubicación bien puede estar aguas abajo del embalse de Urrá, cerca de la desembocadura del Caño de Betancí, en las goteras de Montería, en la fatigada jurisdicción de Cereté que infamemente está perdiendo su caño Bugre y sus aguas conque irrigar zonas agrícolas de campesinos laboriosos; o sembrando arroz cerca de Tinajones, donde el Sinú dobla su cerviz ante el majestuoso Mar Caribe que lo recibe complacido, lo abraza y lo baña como a un niño chiquito hasta guardarlo para siempre en su regazo de olas de sal y de aguas verdiazules.
Para abreviar el cuento, soy simplemente otro ribereño más, cansado de ver cómo el gran caudal sigue perdiendo su sistema de vasos comunicantes que otrora funcionaba con empírica perfección bajo la mirada amorosa de Melchión y Manexca, los padres de los zenúes.
Viviendo a orillas del Sinú he descubierto cómo se acribilla su cuenca, cómo se contaminan sus aguas, cómo se sedimenta su lecho y cómo se sigue cortando la comunicación con sus caños, sus riachuelos, sus ciénagas y demás espejos de agua.
Es tan grande el atentado que se comete, que por momentos olvido mis temores y pienso en lo que quedará de este río a la vuelta de 40 o 50 años al que poco a poco le quitan jirones de su propia vida.
El golpe de gracia se lo dieron primero ganaderos ávidos de tierras, apropiándose de cuanto charco encontraron en su camino, después los pescadores ejercieron una sobrecaptura y pusieron a tambalear el recurso íctico hasta que los burócratas de Bogotá -unas veces de corbatín y otras veces de corbata- en complicidad con hijos de Córdoba, construyeron el proyecto hidroeléctrico de Urrá y ahí fue Troya. El resto del recurso existente se fue a pique, el flujo normal del río es ahora artificial, convirtiendo sus aguas en una especie de ascensor que una veces bajan, otras suben y las demás, se salen de madre.
Para ser justos, al proyecto hidroeléctrico de Urrá le tocó bailar con la más fea. La empresa es la que más ha llevado del bulto. Y le endilgan la responsabilidad de acabar con un gran segmento de biodiversidad necesario para la subsistencia del planeta; de acabar con el recurso íctico, con la subienda y con nuestro pescado insignia, el bocachico.
La lista de reclamos es larga y aparecen en el escenario, los indios embera-katíos, los colonos, los campesinos, los pescadores, los recolectores de arena, los lancheros y otro montón de gente. Solapadamente, muchos olvidan reconocer que el bosque en el parque nacional natural Paramillo estaba siendo intervenido de manera inclemente e irresponsable desde tiempo atrás. Toda una gama de especies madereras fue talada y extinguida en la propia cara permisiva de alcaldes, gobernadores, CVS, inspectores de bosques y de los ministros de Agricultura, primero, y del Medio Ambiente después. Me tocó ver cómo bajaban por el río las rastras de madera, o las llevaban en bestias por trochas o en camiones por carreteras terciarias en pésimo estado. Era como llevarse a un pariente de uno para siempre, de la misma manera que se llevaron a Kimy, el gran líder indígena muerto y desaparecido.
También muchos quieren pasar de agache sin reconocer que la pesca estaba en franca agonía a causa de la sobrecaptura, de la falta de vigilancia y control, de la contaminación agroquímica, de la impresionante desecación de espejos de agua que medio siglo atrás, recién creado como nuevo ente territorial, sirvieron para calificar a Córdoba como el «departamento hídrico» por excelencia. Este es un debate que nunca ha terminado de darse. Al momento de buscar culpables por la supuesta debacle ambiental causada por Urrá, deben estar presentes los ganaderos, los grandes agricultores, los pescadores, los madereros, colonos, politiqueros, promeseros y el propio Gobierno.
Se me antoja comparar esta situación con el proceso de paz que se adelanta en Cuba. Toda el agua sucia se la quieren echar a la guerrilla olvidando que el propio Estado acolitó la violencia que ha enlutado nuestro país durante más de medio siglo. Agentes de la Policía, unidades del Ejército, grandes empresarios, congresistas, terratenientes, ganaderos, alcaldes y otro montón de gente deben figurar entre los responsables. O todos en la cama o todos en el suelo.
Además, Urrá con todos sus defectos, ha evitado tragedias de gran envergadura como las graves crecientes que se han suscitado. Pero, como lo ha reconocido siempre, no puede controlarlas todas, como las de hace cinco años.
Estas cuitas desordenadas las he comentado con amigos y vecinos ribereños.
Y siempre, en nuestro modesto entender, llegamos a la misma conclusión. Que todo mundo pega el grito en el cielo por el río Sinú y por debajo de cuerdas le asestan una tras otra puñalada. En otras palabras, los que debieran hacer, no hacen nada, sabiendo que el río cada día se erosiona, se deforesta,se sedimenta, se contamina y se le va acabando la vida como ha ocurrido con sus semejantes en otros sitios del territorio nacional.
¿Quieren más casos?
a) Nunca entendí por qué suspendieron el proyecto de reforestación de las galerías del Sinú. O sea, los últimos 30 metros antes de llegar a la orilla del caudal se estaban reforestando a lado y lado y la CVS exhibía el proyecto como una de sus mejores iniciativas en beneficio de la naturaleza y del hombre. De la noche a la mañana lo suspendieron y todo mundo se fue silenciosamente con su música a otra parte y la erosión reinició su acción destructora.
b) Aunque me digan que no es de mi incumbencia, en Puerto Escondido, San Bernardo del Viento y otras localidades de la zona costanera cordobesa, el mar está erosionando acantilados y tierra continental. La CVS pagó un montón de plata para que le dijeran lo que ya sabía. Los estudios, como muchísimos otros, fueron a parar a los empolvados anaqueles del ente autónomo donde el olvido tiene su imperio. A pesar de este colofón recurrente, no se sabe por qué extraño sortilegio la CVS se empalaga gastando a tutiplen sus recursos en estudios que se extinguen en sus apretujados y amarillentos archivos.
c) En la margen izquierda, frente a la Carrera Primera de Montería, en el sitio La Ceiba, cercano al corregimiento de Garzones y en otros sitios del río Sinú, la CVS colocó miles y miles de llantas viejas adquiridas supuestamente en la isla de San Andrés dizque para contener la fuerte erosión que se presentaba en tales lugares. Muchos ambientalistas criticaron el uso de llantas porque, en cierta manera era colocarle elementos contaminantes al Sinú. Además, no hay que olvidar que el caucho en tales condiciones contiene plomo, enemigo de la salud humana y de los peces porque es residual y el organismo no lo elimina sino que lo acumula. Bastaron pocos años para comprobar que las llantas sólo sirvieron para tres cosas: para nada, para nada y para nada.
d) Si me pongo a enumerar las centenares de ciénagas que estaban conectadas al río a través de caños y canales naturales, habría que empezar otorgándole la «Cruz de Boyacá» de los avernos al departamento de Córdoba por su capacidad para eliminarlas; dilapidó la bendición del cielo, con tanta agua existente y tanta población íctica disponible. Bastaron menos de 50 años para cambiar el panorama desecando ciénagas, riachuelos, quebradas y cuanto espejo de agua se le atravesaba en el camino a ganaderos ambiciosos y terratenientes insensibles.
Las ciénagas importantes que quedan en Córdoba se cuentan con los dedos de las manos mientras las de Ayapel, Betancí, Bajo Sinú, Corralito y Martinica, reducen su espacio y languidecen con la desecación y el peso de la pezuña hendida de bovinos y búfalos.
e) La vieja generación de pescadores mastica los recuerdos de la abundancia de bocachico y un sentimiento de nostalgia los atrapa mientras fuman un tabaco y sienten dolor en el corazón.
En fin, yo entretanto, en medio de evocaciones, preguntas sin respuestas y cicatrices en el alma, sigo esperando algún milagro a orillas del río Sinú.

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