En provincia, donde el terror silencia a menudo la verdad, grupos particulares emparentados con el crimen le imponen autocensura al periodista o lo asesinan por responder a los deberes del oficio.
Así perdieron la vida 56 comunicadores en los últimos tres lustros. Pero la censura y la amenaza de muerte operan también en ciudades principales. En Medellín, los hermanos Hernández de la Cuesta, accionistas de El Colombiano, intimidaron a periodistas de ese diario por informar sobre restitución de tierras en Urabá, donde aquellos tienen predios que víctimas de desalojo les disputan. A la publicación de una primera nota en febrero pasado, Jorge Andrés Hernández habría hecho comparecer al reportero en su despacho para advertirle que él era “su patrón” e indicarle cuáles fuentes consultar y cuáles no. A poco, el periodista recibió de manos de un motociclista sendos sufragios de pésame para él y su camarógrafo. (¿Acaso de la Oficina de Envigado, que amenazaba por esos días a la escritora y columnista Ana Cristina Restrepo?) La directora del periódico, Martha Ortiz, denunció al punto la amenaza contra sus comunicadores y gestionó protección para ellos. Mas, como consecuencia de los hechos, éstos renunciaron. Uno de ellos declaró ante la Fundación por la Libertad de Prensa (Flip) que lo hacía porque le habían ordenado “no publicar ni comentar información concerniente al tema de restitución de tierras”.
Concluyó la Flip que en ese diario terminaron por prevalecer los intereses empresariales sobre los periodísticos, censura y amenaza de grupo no identificado de por medio. Que se quiso obstruir información que podía afectar a propietarios del periódico. Insistió en que los medios no debían traslapar los intereses comerciales, personales o corporativos de los dueños con la información o la opinión que sus redactores generan. Los hermanos Hernández son dueños de la hacienda Flor del Monte en disputa, y grandes accionistas a la vez de los diarios El Colombiano y La República. Diana Carolina Durán reconstruye en El Espectador la historia comercial del predio que en 1997 llegó a manos de sus actuales propietarios, formado casi todo por tierras baldías ya adjudicadas por el Incora a campesinos. En 2011, la Superintendencia de Notariado registró una denuncia por presunto despojo del predio. Juan Carlos Hernández, gerente de La República, le explicó a la periodista que la compra se hizo en regla y que ellos no eran conscientes de la llamada expansión paramilitar en la región. Sin embargo, señala Durán, la mitad de los 10.227 asesinatos perpetrados allí entre 1990 y 2007 se registraron entre 1994 y 1998. Según el Tribunal Superior de Antioquia, el desplazamiento en Urabá alcanzó su pico precisamente en 1997, cuando 221.302 personas se declararon desterradas.
En la región Caribe y el Urabá antioqueño, meca del paramilitarismo, la hostilidad hacia el periodismo libre se encadena sobre todo con el conflicto por la tierra, que es matriz de nuestra guerra despiadada. Último indicio, el ataque a mano armada en Valledupar a la periodista Laura Ardila, de la Silla Vacía, disfrazado de atraco, pues sólo se quedaron con su cuaderno de notas y con toda la información de sus contactos profesionales. Por salvar el honor de su periódico, los Hernández de la Cuesta deberán esclarecer sin atenuantes este entuerto. Hoy la libertad de expresión ha de batirse no sólo contra la arbitrariedad de los gobiernos sino contra los dueños de medios que la conculcan. Y peor aún si los flamantes propietarios de periódicos condescienden, sabiéndolo o sin saberlo, con los actores más sanguinarios del conflicto. Así perdieron la vida 56 comunicadores en los últimos tres lustros. Pero la censura y la amenaza de muerte operan también en ciudades principales. En Medellín, los hermanos Hernández de la Cuesta, accionistas de El Colombiano, intimidaron a periodistas de ese diario por informar sobre restitución de tierras en Urabá, donde aquellos tienen predios que víctimas de desalojo les disputan. A la publicación de una primera nota en febrero pasado, Jorge Andrés Hernández habría hecho comparecer al reportero en su despacho para advertirle que él era “su patrón” e indicarle cuáles fuentes consultar y cuáles no. A poco, el periodista recibió de manos de un motociclista sendos sufragios de pésame para él y su camarógrafo. (¿Acaso de la Oficina de Envigado, que amenazaba por esos días a la escritora y columnista Ana Cristina Restrepo?) La directora del periódico, Martha Ortiz, denunció al punto la amenaza contra sus comunicadores y gestionó protección para ellos. Mas, como consecuencia de los hechos, éstos renunciaron. Uno de ellos declaró ante la Fundación por la Libertad de Prensa (Flip) que lo hacía porque le habían ordenado “no publicar ni comentar información concerniente al tema de restitución de tierras”.
Concluyó la Flip que en ese diario terminaron por prevalecer los intereses empresariales sobre los periodísticos, censura y amenaza de grupo no identificado de por medio. Que se quiso obstruir información que podía afectar a propietarios del periódico. Insistió en que los medios no debían traslapar los intereses comerciales, personales o corporativos de los dueños con la información o la opinión que sus redactores generan. Los hermanos Hernández son dueños de la hacienda Flor del Monte en disputa, y grandes accionistas a la vez de los diarios El Colombiano y La República. Diana Carolina Durán reconstruye en El Espectador la historia comercial del predio que en 1997 llegó a manos de sus actuales propietarios, formado casi todo por tierras baldías ya adjudicadas por el Incora a campesinos. En 2011, la Superintendencia de Notariado registró una denuncia por presunto despojo del predio. Juan Carlos Hernández, gerente de La República, le explicó a la periodista que la compra se hizo en regla y que ellos no eran conscientes de la llamada expansión paramilitar en la región. Sin embargo, señala Durán, la mitad de los 10.227 asesinatos perpetrados allí entre 1990 y 2007 se registraron entre 1994 y 1998. Según el Tribunal Superior de Antioquia, el desplazamiento en Urabá alcanzó su pico precisamente en 1997, cuando 221.302 personas se declararon desterradas.
En la región Caribe y el Urabá antioqueño, meca del paramilitarismo, la hostilidad hacia el periodismo libre se encadena sobre todo con el conflicto por la tierra, que es matriz de nuestra guerra despiadada. Último indicio, el ataque a mano armada en Valledupar a la periodista Laura Ardila, de la Silla Vacía, disfrazado de atraco, pues sólo se quedaron con su cuaderno de notas y con toda la información de sus contactos profesionales. Por salvar el honor de su periódico, los Hernández de la Cuesta deberán esclarecer sin atenuantes este entuerto. Hoy la libertad de expresión ha de batirse no sólo contra la arbitrariedad de los gobiernos sino contra los dueños de medios que la conculcan. Y peor aún si los flamantes propietarios de periódicos condescienden, sabiéndolo o sin saberlo, con los actores más sanguinarios del conflicto.