Al procesar y refundir los bloques de caucho se encontraban inmensas piedras en el centro del pesado y macizo tronco de perillo cocido.
Benedicto Iglesias era un hombre alto, parecido al indígena que presentan en la película El abrazo de la Serpiente, pero que, a la postre, resulto bien bajito al lado de esos gringos de patas y zapatos grandes, como dice Piero en su canción. Comandaba las cuadrillas de perilleros, que extraían la leche de los árboles de caucho para exportar en bloques y que los norteamericanos convertían en chicles de masticar para hacer crecer sus inmensas blancas quijadas.
La leche del perillo se fundía en grandes bloques de veinticinco kilos, los que eran comprados por “los buqueros”, por lo regular el capitán, previa pesada en la báscula del barco debidamente acondicionada para tumbar a los “ingenuos” hombres de Benedicto. Al procesar y refundir los bloques de caucho se encontraban inmensas piedras en el centro o corazón del pesado y macizo tronco de perillo cocido.
Lo de la piedra en el corazón también era común en los “bancos” de queso que compraban los lancheros en las pequeñas ganaderías del Cauca y del Nechí en sus viajes comerciales desde Magangué a Zaragoza. Era un queso curado de una arroba de peso, cargado de lombrices blanco con un puntico rojo como cabeza. Amarillos por la calidad de la leche estaban recubierto de una gruesa concha que llamaban zurrapa, al partirlos se comprobaba que los 25 kilos se complementaban con una piedra mulata, sólida y pesada de las playas del río Cauca.
La zurrapa la utilizábamos como carnada arrojándolas al remanso de Las Peñas donde los hambrientos barbudos las devoraban exponiendo sus largas barbas. Yo, experto pescador arrojaba la atarraya y, con esa “pesca milagrosa”, recuperábamos el valor del kilo de queso de la piedra del corazón.