Bogotá.- Como en los tiempos del general Tomás Cipriano de Mosquera, quien limitó privilegios a la poderosa Compañía de Jesús, el diario El Espectador sugiere seriamente en uno de sus editoriales de octubre que ya es tiempo que las iglesias también reduzcan sus privilegios al considerar que no hay motivos para mantener las exenciones tributarias de las que actualmente gozan.
El diario de los Cano hace una salvedad sin embargo: el servicio social que prestan debe ser reconocido y retribuido, pero no hay una justificación constitucional para que el Estado privilegie los credos con exenciones de impuestos, menos cuando les llegó a todos la hora de apretarse el cinturón, a propósito de la controvertida reforma tributaria, presentada ante el Congreso por el ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas .
El Espectador se basa en datos de la Dian, que toma de la revista Dinero: «en los últimos tres años se constituyeron 1.258 iglesias, más de una en promedio diario. La información hasta 2013 habla de que las más de 7.000 iglesias con RUT tienen un patrimonio bruto que se aproxima a los $10 billones. Según la comisión de expertos que asesoró la reforma tributaria, 145 asociaciones religiosas en el país reportan ingresos superiores a $4.524 millones. Entonces, si bien hay parroquias que viven a ras, otras están boyantes y no sobra preguntarse sobre cuál es el motivo constitucional para que el Estado les otorgue exenciones».
De igual manera, el periódico precisa que cada vez más algunas iglesias se han convertido en espacios de participación política activa. Eso no es malo, pero si la organización de los cultos se va a utilizar para intervenir en los asuntos de la democracia, se pregunta si ¿no deberían entonces someterse a las reglas que cumplen todas las otras organizaciones con facetas políticas? y añade que la exención tributaria lo que hace, en la práctica, es que les otorga a las instituciones religiosas un beneficio financiero que no reciben otras iniciativas de origen laico. Entonces, el Estado, que se dice separado de la iglesia, termina privilegiando a los cultos. Eso significa que una persona no creyente está recibiendo un trato distinto a un creyente, única y exclusivamente por cuestión de su religión. ¿Está justificada esa discriminación? vuelve a preguntarse el editorial de El Espectador.