Durante 200 años, unos pocos privilegiados de siempre se han ido relevando unos a otros en los mandos del Estado colombiano.
Debemos terminar con la absurda y estúpida costumbre de considerar al opositor que piensa distinto a nosotros, como un enemigo acérrimo al que hay que asesinar o eliminar a toda costa.
Entre 1810 y 1819 empezamos matando al invasor español (del cual también provenimos) y al mismo tiempo durante la primera Patria Boba iniciamos nuestro desangre fratricida. Y hasta 1903, cuando perdimos Panamá al término de la Guerra de los Mil Días, durante todo el siglo XIX nos matamos entre colombianos por cuenta de casi 40 guerras civiles declaradas y no declaradas, en nombre de la libertad, de Dios, de la tradición, del progreso, de las ideologías, de la familia, de la Ley, de la propiedad, de la Constitución: entre federalistas y centralistas, entre supremos, entre terratenientes y rebeldes, entre draconianos y gólgotas, entre gubernamentales y radicales, entre liberales y conservadores. Y fueron precisamente estos dos últimos bandos los que durante más de la primera mitad del siglo XX protagonizaron el desangre de la violencia partidista, hasta cuando tras la dictadura prefabricada de 1953-1957, se da la desmovilización de las guerrillas liberales y se inicia la segunda Patria Boba, la del Frente Nacional, en 1958. Luego, en plena guerra fría de las potencias imperiales durante la posguerra, al inicio de la alternancia frentenacionalista de gobiernos excluyentes: primero liberal, luego conservador (y así sucesivamente durante 20 años), el mandatario conservador de turno ordenó bombardear -con el apoyo de la misma tecnología bélica gringa empleada contra la Vietnam comunista- a unas familias campesinas organizadas y autogobernadas al borde de la selva, donde no existía presencia del Estado, y nacieron las Farc en 1964 y empezó esta última guerra de 52 años entre colombianos.
Todo ese ritual de infamia, odio, venganza y crímenes reciclados, se da por cuenta de unos pocos (junto a sus familias y relacionados de ámbito social, clan religioso, renglón productivo y secta partidista), quienes se creen mejores y con mayores derechos que los demás, y por lo tanto merecedores “naturales” de todos los privilegios que les concede el ser dueños de los poderes político, económico, mediático, militar y hasta “divino”, para definir el rumbo de la mayoría de la población en Colombia. De allí que no se detengan, una y otra vez, al pregonar una Democracia que es más una mafiocracia de “círculos selectos” en las que solo ellos caben. Por eso en los clubes sociales o en las tribunas politiqueras donde alternan, unos y otros no han hecho otra cosa que inflarse como aves de carroña en la contabilidad festiva y perversa de las bajas y las muertes que en los montes de la guerra dejan los combatientes, los cuales sin excepción solo provienen de los estratos cero, uno, dos, tres y algunos del cuatro.
Durante 200 años, esos mismos pocos privilegiados de siempre se han ido relevando unos a otros en los mandos del Estado colombiano, y como “tener poder es temer perderlo” siempre acuden a la exclusión, al ninguneo, a la hipocresía o la mentira para proteger y mantener de manera vitalicia su statu quo. Y por supuesto, también apelan al fariseísmo de declararse “los buenos”: “los impolutos” (según la valoración de sus dioses, devociones y creencias acomodaticias), rasgarse las vestiduras y plantarse la mano en el pecho como si fueran el “pueblo escogido” o el del “Destino Manifiesto”; al mismo tiempo que se auxilian con el “todo para mí nada para los demás”, con la solidaridad de cuerpo de sus mercenarios mediáticos faranduleros, así como con el abrazo a la delincuencia o la ilegalidad de todo pelambre siempre revestida de legitimidad para contener cualquier asomo de protesta o reacción, mientras consideran a sus opositores casi que demonios o extraterrestres a quienes hay que aniquilar o exterminar como sea.