Que García Márquez haya escrito en los últimos años de su vida una novela como «Memoria de mis putas tristes» no lo convierte en un viejo verde.
En su reciente columna de El Espectador ¿Dónde están las colombianas? Catalina Ruiz-Navarro se «sale de los pantalones». Lo hace mostrando su abanico de luces y sombras, donde deja ver con más claridad las sombras que las luces.
Tiene razón (luces) al exaltarse ante un hecho que podría calificarse de «sexista» o «discriminatorio»: en un evento cultural en París, el Mincultura colombiano escogió como representación de nuestra literatura a 10 escritores, entre los cuales no aparece ninguna mujer. El malestar, por supuesto, no se hizo esperar, pues este hecho podría interpretarse de distintas maneras: o no tenemos entre las nuevas, y no tan nuevas, voces literarias representantes de peso, o la literatura en Colombia sigue siendo un asunto de hombres, como en la Europa decimonónica.
Ni lo uno ni lo otro: Ruiz-Navarro, en este sentido, lo deja claro, y nos muestra una lista que resalta los nombres de figuras como las de Gloria Susana Esquivel, Pilar Quintana, Carolina Sanín, Yolanda Reyes y Fanny Buitrago, entre muchas otra voces. Que esto de no incluir mujeres sea un acto de machismo puede tener tanto de corto como de largo, y es probable que no haya tenido en realidad una intención premeditada. Pero, claro, quedan las dudas, ya que, según Barthes, ninguna acción es completamente inocente.
Hasta ahí, de acuerdo con lo expuesto por Ruiz-Navarro. El río de su descontento empieza a salirse del cauce (sombras) cuando introduce en el texto los elementos axiológicos de una obra monumental como la de Gabriel García Márquez, y extiende, por lo tanto, su error a otras obras y otros escritores. A esa altura su reclamo pierde peso y se hace agua. No sé de dónde sacó la columnista de que en la extensa obra del nobel todas las mujeres son “mozas o madres”. Es un lugar común para todo aquel que no haya estudiado literatura confundir las axiologías de los personajes con las del autor. Cuando a Zola lo confrontaron por escribir sobre prostitutas, su respuesta fue que él solo era un cronista de su época. Algo similar dijo García Márquez cuando le interrogaron sobre la guerra de los Mil Días como motivo de su obra.
Que García Márquez haya escrito en los últimos años de su vida una novela como Memoria de mis putas tristes no lo convierte en un viejo verde ni en un pedófilo, ni mucho menos se constituye en un acto de irrespeto hacia Mercedes, su esposa. ¿De dónde sacó la columnista semejante conclusión? Habría que recordarle a Ruiz-Navarro que la relación entre el pensamiento colectivo y las grandes creaciones individuales literarias reside no en una unidad de contenido, sino en una homología que puede expresarse por contenidos imaginarios. Es decir, la novela no es una trasposición de los contenidos reales de la conciencia colectiva a la obra literaria, sino una homologación de la estructura mental del grupo social a la estructura de la novela. Para Lukács, por ejem
plo, el escritor no es, en realidad, el creador de la obra, ya que esta es el resultado de una conciencia colectiva coherente. En otras palabras, el escritor es solo un puente entre las dos estructuras: la literaria y la social.
Si la columnista hubiera observado detenidamente los elementos axiológicos gravitacionales que dominan el universo literario de García Márquez, hubiera encontrado que estos corresponden a una tradición valorativa patriarcal. Eso no lo inventó el autor. La Hojarasca es quizá el relato del nobel donde se alcanza a ver con más claridad esa mirada vertical, jerárquica del mundo, dominado por el padre, que, en una lectura más amplia, simboliza el poder. No es de extrañar entonces, a partir de esto, que el cosmos narracional de esa primera novela esté dominado por la imagen de un antiguo coronel de la guerra de los Mil Días, cuya autoridad incuestionable marca uno de los aspectos esenciales de lo hegemónico.
No contenta con los yerros anteriores, Ruiz-Navarro vuelve sobre ellos cuando afirma que el célebre boom de la literatura latinoamericana fue esencialmente un movimiento “asquerosamente machista”. No señora, fue un movimiento literario que marcó un hito en el mundo de las letras universales y que le abrió las puertas a muchos otros escritores para que sus libros abandonaran el patio, constituido por las cuatro paredes representadas por los límites geográficos de nuestros países. Decir otra cosa es una mentira, o, si se quiere, un completo desconocimiento de los grandes aportes que al mundo del arte literario hicieron señores como García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, entre otros. Que todos hayan sido hombres está más en el plano de lo circunstancial. Gabriela Mistral, por ejemplo, fue la primera mujer de América Latina en ser galardonada con un Premio Nobel de Literatura en 1945, cuando Vargas Llosa y García Márquez y el resto del combo que conformaría el llamado boom eran apenas unos muchachos que soñaban con ser escritores y la gran mayoría de las luminarias literarias de entonces eran hombres con un gran peso en las letras del continente como Borges, Sábato o Carpentier, para citar tres ejemplos. Por lo tanto, le recuerdo también a la columnista que las prescripciones falocéntricas instauradas en la territorialidad patriarcal que han hecho de la mujer una zona estática y cerrada no son producto del machismo que les atribuye a nuestros escritores. García Márquez, como muchos otros creadores, no era del todo consciente de los mecanismos culturales de su creación, como lo explica Lucien Goldmann en su estudio Para una sociología de la novela, del mismo modo que el atleta desconoce la estructura fisiológica que le permite llevar a cabo sus pruebas. Lo único que tenía claro el nobel, como muchos otros artistas, era su intención de dar una “respuesta significativa” a una situación particular. Lo demás, señora, es paja. Y eso también lo podríamos debatir, si usted desea, en otra oportunidad. (Semana.com)