Las acciones correctas son duramente recriminadas y se crea una cierta complicidad social frente al corrupto.
Por aquello de las arrogancias académicas y las verdades absolutas, hace una década dejé de prestarle atención a un texto que, con el sosiego de los años y la tranquilidad de la madurez, hoy encuentro fascinante: Moral Opposition to Authoritarian Rulein Chile, 1973-1980, de Pamela Lowden. Se refiere al tipo de oposición que requirió la sociedad chilena para controlar las acciones de los fascistas, al peligro del unanimismo para la democracia, a la necesidad del pluralismo político, su fuerza.
Pero especialmente quiero rescatar una acción, la oposición moral, que no es sinónimo de elocuencia, insultos o acusaciones vehementes. Se refiere ni más ni menos a la necesidad de aceptar a los contrarios como indispensable del control social y político. Si no hay un grupo que realice dicho control, o una voz discordante, se establece una sociedad de mutuo elogio, tremendamente peligrosa, que instaura un pensamiento grupal caracterizado por la recurrente aceptación de decisiones incorrectas a través de consensos. Bajo esta modalidad, acciones correctas son duramente recriminadas y se crea una cierta complicidad social frente al corrupto para acompañarlo o justificarlo.
Se pierde el hábito ciudadano de plantear alternativas, criticar una postura, expresar una opinión, pero esencialmente realizar veedurías a las obligaciones en la prestación adecuada de los servicios públicos y las funciones de gobierno. Es decir, al no existir un pensamiento contrario se terminan naturalizando y aceptando las acciones indebidas.
Lo políticamente correcto se establece contrario a lo éticamente esperado. La oposición moral se hace con acciones menos conspirativas y más deliberativas que obligan a considerar como propios los intereses ajenos.